Año 2003, jurados: Silvia Plager, Diego Paszkowski, Ricardo Feierstein, Mario Ber y Marcelo Birmajer. Yo participé con el seudónimo Agnes y me premiaron con el tercer lugar. Se publicó un libro que se llama "Rostros de una identidad". Mi cuento ganador se llama "El cruce". Aquí lo reproduzco, creo que les va a gustar mucho.
El cruce
Se refería al celular. Es más guapo, dijo, en realidad. Y eso fue lo que me sorprendió. La palabra guapo en un chico de cuatro años, porteño de cepa pura, que con suerte habrá salido de la Capital sólo para ir al country.
-El de mi chica es más guapo.
-¿Qué cosa? -dije, corrigiéndome enseguida por: -¿Qué es más guapo?
-El celular. Es más guapo
-Ah –dije como lela. ¿Y por qué? ¿Cómo es el de tu chica?
-No sé, es más lindo.
Mi cabeza de lingüista se estaba haciendo un festín. Mientras analizaba cómo había llegado el término guapo -no sólo anacrónico sino desfasado por clase social, edad del emisor y año escolar en curso- a su boca, le terminaba de abotonar el pantalón verde a mi hija y pensaba cómo sería en realidad el celular de su chica. Pero cuando le quise preguntar, Santiago ya estaba ocupado en otra cosa. Venía la torta, pero antes, y sólo para el que apoyaba bien la cola y se cruzaba de brazos y de lengua (qué imaginación los animadores), estaba la piñata.
Piñata. Cuñataí, me sonó. Piel Naranja. Rojaijú. Rojaijú decía Reina, y yo me sumergía en vida ajena de tierra roja y me imaginaba que era un cuento más. Reina se reía con los huecos en la boca y un diente dorado mientras se le sacudía la panza gorda de comer tortas fritas. Mi chica me contaba historias de amor sacadas según ella de la vida real y para mí en esos momentos se paraba el mundo. ¿Sabría Reina que mi mente tenía fronteras claras a los seis años, que pasaba de la Capital Federal sólo para ir a San Miguel de sábado a domingo? ¿Qué sus historias eran una declaración de amor a mis cinco sentidos? Lo dudo mucho. ¡Pero lo hacía tan bien!
Después del ruido seco de la cara de Superman reventando en el aire y vomitando caramelos, silbatos y pulseras de plástico, el espectáculo siempre triste de niños avalanzándose sobre las baldosas y empujándose por conseguir más, me dediqué a observar el ambiente. Había tres mesas redondas con manteles rosas. Alrededor de una de ellas se habían juntado las mamás de Shirly, Yamila, Jazmín y Jésica. La de Florencia se había levantado para hablar por teléfono. (No en búsqueda de un público ni para pedir prestado el del salón, está claro supongo. Se levantó en busca de señal. El movicom parecía no captar bien bajo el pelotero). También estaba la mamá de Alan, con la mirada clavada en los zapatos de doscientos cincuenta pesos de la de Federico. Todas hablaban moviendo las manos recién hechas en perfecta armonía de turnos. No pude evitar pensar en una imagen que había visto cierta vez en la tele, de un cruce de avenida en la República de China: dos bandos esperando atravesar la acera cuando cambiara el semáforo, parecía imposible que no se chocaran unos con otros. Sin embargo, a la luz verde, el cruce se logró con éxito (obviamente: lo hacen todos los días cientos de veces) sin siquiera rozarse. La imagen de los chinos encontrando sinuosos su rinconcito de asfalto sin tropezarse mientras avanzaban hacia la vereda de enfrente me venía ahora a la mente con insistencia. Mariela hablando de la casa en Venado I y enseguida Marina metiendo su bocadillo sobre las casas del Club de Campo y entraba Sandra comentando sobre el nuevo jardín de infantes que allí funciona y Marcela tomando la posta preguntando por la cuota de ese shule y Judith respondiendo a la pregunta anterior de Daniela sobre el divorcio de la morá de cuarto y todas en armonía. Eso sí que era destreza. Un ballet de la palabra.
En la otra mesa estaba la familia del nene del cumple. La abuela acariciando los sesenta con pinta de siete menos, gracias a la buena ropa, el pelo de peluquería y tal vez algún amante. La otra abuela con tal vez cincuentipico pero apariencia de vieja. Siempre pasa así, pensé: una de las abuelas es espléndida y la otra fea, o gorda, o desaliñada. Cuál me tocará ser a mí, me pregunté. Y por qué no podrá haber lugar para dos consuegras igualmente guapas.
Volví a Santiago. Con padres de nombre Yael y David no era difícil darse cuenta de porqué habían escogido ese nombre para su hijo: una revancha. La vida da doble oportunidad gracias a dios. Llamarse Santiago era como gritarle al mundo que uno puede ir a un shule, tener una morá, ir a Hebraica, comer knishes, hacer el kidush pero igual ser un poquito goi.
Repasé los nombres de los otros compañeros de mi hija. Estaban todos los santos: Pablo, Juan, Tomás, Lucas, Mateo. (Con Pedro nadie se había animado hasta ahora). Había también tres Matías y un Jerónimo. Con las nenas la cosa estaba clara: les habíamos usurpado los nombres a las bianudas de la clase alta sin vergüenza: Delfina, Martina, Sofía, Guillermina, Ana, Clara y Agustina. Ya deben estar ellas virando hacia otros nombres para reencontrar su exclusividad, sólo relegada hasta ahora a María, Belén y Cristina. Con eso nadie se atrevió hasta ahora, sigue siendo terreno virgen.
En medio de mi repaso vuelvo a pensar en Santiago. La tez color beige subido. Los ojos achinados (y vuelvo al cruce, a las conversaciones victoriosas). Alto, Santiago. Y flaco. Los modales entre finos y campestres. ¡Y ese pelo! Lacio, pesado y con unos reflejitos envidiables. Bastante morocho en el fondo y con un manto dorado en la capa superior. Bien pero bien pesado. Como el de las shikses, pensé, recordando a mi vieja con uno de sus axiomas favoritos: todas tiene el pelo sano porque no se hacen nada y se lo lavan con jabón en pan. Y yo la escuchaba con envidia llorando mis rulos polaco-rumanos, finos y erizados que me hacían cabeza de leona. Un espanto.
Pero Santiago. Y ese nombre. No era que no lo tuviésemos incorporado al repertorio, como ya dije. Sólo que en esa familia no cuajaba. ¿Cómo será llamarse así con dos hermanos Ilán y Mijal? Nunca me lo había puesto a pensar, pero se ve que ese cumpleaños estaba siendo propicio para una reflexión un poco más detallada, un tanto más a fondo que lo habitual (es increíble lo que se puede lograr estando solo, evitando las charlas cíclicas de las reuniones de siempre con los amigos de siempre en los lugares de siempre con los temas de toda la vida: los chicos, el country, la shikse. Hay algo más en mi mente aparte de eso. Qué bueno descubrirlo).
Mientras pensaba en el árbol genealógico del compañero de mi hija en el jardín de nombre bíblico y costumbres paganas, distingo de casualidad una cuarta mesa. Hasta el momento no había reparado en ella. También con mantel rosa, también servida con jarras de Coca Cola (cinta roja para la de Coca Light) y también “habitada”: un pequeño ejército de empleadas domésticas se había sentado alrededor esperando a sus pequeños precoces patroncitos. A varias las conocía bien de tanto ir a sus casas a buscar a Sol. A Blanca, por ejemplo, la de Matías. Le ponían un delantal rosa para que combinara con su nombre. Era un amor. Siempre me recibía con sonrisa, hasta por teléfono, podía jurarlo. Rojaijú, Blanca.
Al lado estaba Rosa, la de Shirly. Adusta y tímida. Sin uniforme. Expectante. A la de Guido se le notaba el cansancio en las manos y en las arrugas de la frente. No debía ser fácil limpiar semejante mansión y satisfacer los caprichos de un don nadie venido a más. (Daniel era odioso, textil, piojo resucitado, nuevo rico y nuevo religioso devoto. No hubiese querido estar en el lugar de Gladys ni medio día. Mucho menos con cama adentro). Y había una más, a ésa no la conocía.
Habían tomado la automática decisión de dejar una mesa libre entre ellas y las otras, las mamás como decíamos nosotras de nosotras mismas, o las señoras como nos decían ellas. O las.... vaya una a saber cómo se referían a nosotras en la intimidad de sus charlas. A pesar de que la mesa de ellas estaba también servida con canapés, sandwichitos sin jamón y empanaditas de queso, y a pesar de que también tenían sus sendas jarras de gaseosa, no habían alterado siquiera el orden de los vasos puestos en forma de racimo de uva. Las servilletas seguían aún haciendo conejito ahí dentro. Los knishes ya no humeaban pero ninguna los había tocado. Qué exceso de pudor, pensé. ¿O es que seremos tan brujas e intimidantes? Pensé en Reina otra vez. En Esther, en Tita y en Elsa. Mis chicas. ¿Cuándo me las había apropiado y cuándo dejaron de pertenecerme para pasar a ser “la shikse”? ¿Cuándo se quiebra esa inocencia del lenguaje y nace la intencionalidad? No, el lenguaje no es nunca inocente, me corregí. Yo decía mi chica y mi corazón se reconfortaba por la protección que implicaba el “mi”, y la cercanía que implicaba “chica”. Yo decía mi chica y no tenía que explicarle a nadie que me refería a la señora que trabajaba en mi casa y que dormía en mi casa y que no era ni vieja ni nena y comía con nosotros pero no era mi hermana. “Mi chica” abarcaba todo eso. Era un símbolo. Como cuando mi mamá decía shikse, todos sabían a qué se refería. Y ella decía que hasta las mismas shikses ya lo sabían y que por eso ya no se podía usar más esa palabra para hablar de ellas delante ellas porque ellas ya lo sabían. Era como decir tujes. Hasta los goim lo sabían.
-Llamálo, dale. Decíle si puedo ir a lo de Lucas. Porfi.
La voz inconfundible de Santiago interrumpió mi viaje. Estaba parado en la cuarta mesa y hablaba con esa chica, la única a la que yo no conocía. Las demás siguieron su conversación bajita sin excesos y Santi insistió:
-Dale, llamalo, quiero ir a lo de Lucas.
La chica negaba suavemente con un movimiento de cabeza. Mientras lo hacía, el pelo negro pesado y brillante se mecía a un lado y al otro, como caderas de mulata apetecible. Jabón Espuma, pensé. La veía solamente de espaldas. Santiago le hablaba con firmeza pero con dulzura. Inclinaba la cabeza como sólo lo saben hacer los chicos y los que piden en la calle, con mirada suplicante y un dejo de mandato imposible de esquivar. Parece que la convenció, porque la chica metió la mano en una cartera y sacó algo. Primero me llamó la atención su mano: recién hecha también. French y cuadradas, a la moda. Después la cartera: era de una buena casa del shopping. Cuánto ganará pensé. O tal vez se gastó todo el sueldo en esa cartera, como lo hacen muchas. Santiago le seguía pidiendo que llamara, con una impaciencia tan típica, como si no hubiese detectado que ella ya había accedido. Entonces decidí acercarme para ver qué pasaba. Lo hice con esa superioridad con que lo hacen las mamás de los amiguitos de sus hijos al verlos a los primeros en problemas. Como diciendo: “Dejá que yo me encargo, yo soy amiga de la mamá, tengo más autoridad que vos, más vínculo, dejá, andá, a ver, ¿qué pasa Santi?”.
-No, es que quiero ir a la casa de Lucas.
-Bueno, esperá que llamo a tu mamá y le pregunto, quedate tranquilo – dije mientras intentaba sacar el celular de mi cartera y recordar el número de Cecilia.
Se ve que ambas cosas a la vez me hicieron demorar una fracción más de lo debido, porque ella me ganó de mano. ¡Claro, el celular de su chica, ¿cómo me había olvidado?! El de mi chica es más guapo, recordé.
En efecto, era un Nextel última generación. Con vibra-call, pantalla color, reconocimiento de voz y ultra liviano. Mi Nokia 5120 era el hijo bobo al lado de ese prodigio.
Lo habré estado mirando demasiado, porque cuando levanté la mirada ella giró hacia mí y me dijo:
-Me lo dan por la inseguridad, viste? Por las dudas.
Santiago me miró con lo que a mí me pareció un guiño cómplice. Se acercó a ella para marcar el número. Ella lo abrazó por la cintura y le hizo un mimo. Yo retrocedí para analizar mejor la escena:
“Viste”, me dijo, tuteándome. Con mucha seguridad. Como a mi altura. Sí, el de su chica era más guapo, sin dudas. Pablo, el padre de Santi, trabajaba en Nextel, no era raro que su personal tuviera aparatos geniales. Obviamente él y su mujer, primero. Pero, ¿la empleada también?
Y bueno, pensé, en la era de los secuestros, qué sé yo... estar comunicados es importante...
Me estaba yendo a buscar el saco de mi hija para irnos cuando ella giró la cabeza y Santi también, atraídos por el ruido de un parlante que se cayó con estruendo.
Cabeza a cabeza quedaron, los rostros pegados ya que los dos giraron hacia dentro, y él estaba sentado sobre su falda. Teniéndolos enfrente como en un cuadro, la vi y me sorprendí de mis pensamientos. Miré a esa mujer del celular más guapo. Y vi esas uñas. Y ese pelo. Negro, brillante, pesado. ¿Pero no tenía también una capa de finos reflejos arriba? Y esa tez. Beige subido. ¿Y no eran sus ojos achinados? Y esa cartera. Y ese mimo. Tan maternal.
Santi se puso de pie, salió corriendo en busca de torta de Chocolinas y ella me miró sabihonda. La misma cara. Pablo, pensé. Será posible. Rojaijú, me sonó. La carne es débil.
Cerré mi boca que había dejado abierta a lo tonta, por la sorpresa, y bajé la mirada. “Se va a lo de Lucas”, me dijo, como si fuera una de nosotras. Faltaba que preguntara cuánta plata íbamos a poner para el regalo de fin de año y quién estaba juntando.
-Ah -dije, como lela. Pensaba en Cecilia.
La chica se levantó. Meneó el pelo, amagó a irse pero volvió. Se sirvió un vaso de Coca, tomó un poquito y mordió medio canapé. Caminó hasta la segunda mesa, se inclinó sobre una mamá, ladeó la cabeza y dijo:
-¿Cuánto están poniendo para el regalo de fin de año?♦
Colección imaginaria Editorial Milá, Buenos Aires, 2004.
Antología del Concurso Internacional de Cuentos de Temática Judía
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