En el año 2000 -bastante antes de la ola feminista- llamó mi atención la convocatoria a un concurso de "Cuentos no sexistas" organizado por la REPEM (Latin American and Caribbean regional network). Me lancé a imaginar un cuento basado en la identidad del nombre unisex René. Salió este relato que fue premiado. Recuerdo el viaje a Córdoba para recibir el galardón. Recuerdo la alegría y el incipiente germen de una ideología. El cuento fue publicado junto a los otros ganadores en una preciosa antología llamada "No nos vengan con cuentos", de Doble clic editoras, Uruguay. Aquí transcribo el cuento, que también es utilizado como material de estudios en varios colegios y fue reseñado en distintos ámbitos de difusión.
René es feliz
por: Daniela Roitstein
René en su casa hacía de todo. Lavaba y planchaba. Cosía y cocinaba. Hacía las compras y limpiaba las ventanas. René era feliz porque hacía de todo.
Cuando algo se rompía, lo arreglaba con sus propias manos. Cuando se tapaban las cañerías, las destapaba. Si se descomponía la heladera, sabía arreglarla. En invierno podía destapar la chimenea por sus propios medios, y en verano se las arreglaba para cortar el césped sin ayuda y hacer funcionar todos los ventiladores de la casa.
René también estaba feliz en el trabajo.
Con su fuerza podía cargar un montón de kilos de tela, encimarlas unas sobre otras, y cortar parejo con enormes tijeras los moldes para los uniformes escolares. Todos sus compañeros y compañeras de trabajo sabían que René tenía mucha fuerza para cargar los rollos de tela, pero que además tenía gran precisión con las tijeras y podía cortar más parejo que cualquiera allí.
Todas las mañanas antes de salir a trabajar, René tomaba el desayuno junto a sus dos hijos, los ayudaba a vestirse y peinarse, y los llevaba a la escuela. Después de saludarlos con un fuerte abrazo y un gran beso, se despedía, alegre, para ir a la fábrica. Y allí se divertía muchísimo, ya que todas eran muy buenas personas, igual que René.
María y León, sus pequeños hijos, también eran felices. René nunca faltaba a las reuniones escolares. Siempre estaba allí para los actos, especialmente si los niños eran nombrados escoltas o abanderados. A pesar del tiempo que le llevaba su trabajo, nunca faltaba a ninguna celebración. A veces, en el apuro, ni tiempo tenía de pasar por su casa, y llegaba con la ropa de trabajo puesta y las huellas del cansancio en su rostro, pero eso a ellos no les importaba.
María y León se reían porque nunca faltaba la cámara de fotos, ya que René adoraba registrar cada acontecimiento de la familia con su pequeña máquina automática.
René era feliz.
Los fines de semana lo único que hacían era... ¡reírse! Si un pájaro tenía el pico de colores, les daba risa, porque se parecía a una porción de torta. Si lo tenía marrón, también, porque entonces se parecía a un cucurucho vacío. Si una abeja volaba bajito se reían también, porque René les había dicho que las abejas pican a las personas serias.
Algunas veces iban a mirar vidrieras, o a comer torta de chocolate. Otras veces iban a pescar al río. Allí se sentaban los tres y pasaban el tiempo haciendo adivinanzas: “Si uno mira su figura no sabe con precisión, si es un burro en camiseta o un caballito en prisión”. ¡La cebra, claro!, adivina María. “Redondo redondo barril sin fondo”. ¡El anillo!, acierta León.
Los domingos eran los más divertidos: podían levantarse tarde, tomar el desayuno en la cama y, lo más lindo, invitar a los primos a jugar. Entonces todo era una fiesta: María, León, Lucas, Elenita y Pablo se la pasaban haciendo travesuras, guerras de almohadas, concurso de saltos, bailes y dibujos. Si el día estaba lindo salían todos a andar en bicicleta.
Si llovía, se quedaban en casa contando cuentos de brujas y jugando a las escondidas.
Era divertido estar con la familia de René, porque todos siempre se reían mucho.
Un domingo siete René estaba leyendo el diario. María y León todavía dormían. René leía las noticias con mucho interés. Además, estaba feliz porque los domingos el diario traía los suplementos que más le interesaban: el de autos y el de turismo. A René le gustaba mucho viajar, y siempre soñaba con irse con toda la familia a unas montañas lejanas y mirar el cielo de cerca y la tierra de lejos.
Ese domingo René leyó también un aviso que le llamó la atención. Decía así: “SE BUSCA JINETE PARA CIRCO. MANDAR CARTA. SE PAGA BIEN”. No lo pensó dos veces, el puesto era justo para alguien como René. “¡Jinete para circo! ¡Justo para mí!”, se ilusionaba. Con lo que le gustaban los caballos, seguro podía dominar a cualquiera de ellos. Y además podría hacer reír a grandes y chicos, porque eso era lo que mejor hacía. ¡Si todo el tiempo se la pasaba riendo! Además, mientras trabajaba, podría llevar a María y a León a presenciar la función. ¡Cómo se reirían con los payasos! ¡Cómo se divertirían con los malabaristas! No lo dudó ni un instante. Escribió la siguiente carta:
“Me llamo René Salazar. Trabajo en un taller de ropa. Tengo los sábados libres. Me gustan los caballos y viví unos años en el campo. Quisiera trabajar como jinete en su circo. Atentamente, René”.
Mandó la carta ese mismo domingo y se puso a esperar.
A partir de ese día René revisaba todas las mañanas y todas las tardes su buzón de correo. María y León reconocieron su ansiedad, pero no preguntaron nada pensando que eran “cosas de grandes”, como otras veces les habían dicho.
Pasaron los días y René ya se había olvidado del circo y de los caballos, de los payasos y de los malabaristas, cuando un sobre naranja apareció bajo su puerta. Era una carta del dueño del circo. En idioma de grandes decía que querían conocer a René para ver si podía trabajar como jinete. Que esperaban tener una reunión tal día a tal hora.
Y René concurrió, más feliz que todas las veces que estuvo feliz, y más sonriente que una calabaza. Estaba tan alegre que se había olvidado hasta de cómo se llamaba.
Una vez en el circo, pidió hablar con Don Zaldívar, el dueño.
-Aquí no hay ningún don Zaldívar –le dijeron.
-¡Pero si es quien firmó la carta! –protestó René.
-A ver, déjeme ver.... aha... mmmmm.... sí. Bueno, no es Don Zaldívar. Allí dice solamente “Zaldívar”.
-Bueno, ¿qué diferencia hay? –se impacientó René. Yo quiero ver a ese Zaldívar, sea Don o no sea Don, qué más da. Quiero trabajar como jinete en este circo.
-Pues bien, no se enoje, en instantes llamaré a “Don Zaldívar” ¡¡ja ja ja!! ¡Don Zaldívar! ¡Ja ja! –le dijeron, burlándose bajito.
A René no le importaron las risas; lo único que le importaba era el puesto.
Después de esperar unos minutos, apareció una mujer con cara muy amable y redonda, y un anillo en cada dedo. René la miró, le sonrió, y le dijo: “Espero a Don Zaldívar, el dueño del circo”. La señora sonrió a su vez. Le preguntó:
-¿Quiere usted ser jinete?
-Es lo que más quiero en estos momentos, adoro los caballos –contestó René, mirando para todos lados esperando que llegue ese Don Zaldívar de una buena vez.
-¿Cómo podría demostrarlo? –preguntó la mujer.
-¿Demostrarlo? Déme ya mismo un caballo y verá que cae rendido a mis pies. –contestó René. Ya se lo voy a demostrar a Don Zaldívar, sólo estoy esperándolo para subirme ya a su caballito y obtener este hermoso trabajo.
-Pues será imposible, dijo la amable señora.
-¿Imposible? ¿Por qué? –René ya estaba poniéndose muy triste.
-Pues porque no hay ningún “Don Zaldívar”. La dueña del circo soy yo, Zaldívar... “Doña” Zaldívar. “Doña Manuela Zaldívar”, sonrió pícara la señora de los anillos.
René respiró con tranquilidad. Había sido una simple confusión. En la carta sólo decía “Zaldívar”, y su imaginación le agregó el Don. Don, Doña, para René era igual. Dueño o dueña de circo, quería trabajar allí como jinete.
-Pues bien –dijo René- entonces podré demostrarle a usted lo bien que puedo andar a caballo...
-Tendrá que esperar –dijo firme pero dulcemente doña Zaldívar. Tenemos una lista de turnos, y en este momento es el turno de un tal René. Lo estamos esperando.
-¿Un tal René? –se sorprendió René. Qué curioso... A ver, déjeme ver su lista...
Doña Zaldívar le extendió el papel y allí decía: “René Salazar. Disponible los sábados. Adora los caballos. El caballero vendrá el 14”.
Una risa sonora se escuchó en todo el circo. “El caballero... ¡ja ja ja!... el caballero vendrá el 14... ¡¡¡ja ja ja!!! René no podía parar de reírse.
Doña Zaldívar miraba sin entender nada.
-¿Qué pasa? –preguntó asombrada.
-Será imposible que usted pruebe a ese “caballero René”.
-¿Imposible? ¿Por qué motivo? Todavía faltan cinco minutos, el caballero debe estar por llegar –respondió doña Manuela.
René no podía más con su risa:
-El caba... ja ja... el caballe... je je.. “el caballero”... ja ja ¡soy yo!
René seguía riendo, y doña Manuela comenzó a reír también. ¡Qué día de confusiones! Ni ella era “Don Zaldívar” ni René era “un caballero”. Eran dos sonrientes señoras muy divertidas con nombres muy especiales. Con nombres que todos podían usar, hombres y mujeres. Dos señoras que hacían muchas cosas.
Una era dueña de un circo. Además sabía cocinar las mejores tortas de chocolate y sabía contar los mejores cuentos. Y la otra se convirtió en la mejor jinete de todo el mundo. Todo lo otro que podía hacer, ustedes ya lo saben.
René sabía hacer muchas cosas, pero principalmente René sabía ser feliz, haciendo de todo un poco. ♦
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