Hoy me vuelven los colores, sí señor. Después del episodio de la pareja de argentinos que me dio la lata con los chacinados (¿o eran embutidos?) y mi desilusión, aquí estoy de nuevo con mi corazón latiendo en castellano y en celeste y blanco. Todo gracias al deporte. El Australian Open es pasión por aquí durante dos intensísimas semanas y la tele en mi casa no deja de mostrar los partidos. Veo de todo: serbios contra rusos, australianos contra japoneses, austríacos contra croatas, todo vale y es, generalmente, de primerísima calidad. Pero cuando realmente mis fichas se ponen en juego es cuando juega un argentino. Ayer debutó Diego Hartfield contra -nada más ni nada menos- Roger Federer. Me pregunto cómo habrá reaccionado cuando se enteró de que le tocó en suerte, en su primer partido de este torneo, jugar contra quien no solamente es número uno del mundo sino que, además, lleva ganados 12 grand slams y viene defendiendo su ranking de número uno desde febrero de 2004. Un récord. Una máquina. Y ahí le tocó, por puro azar nomás, al tal Diego Hartfield, argentino de marca y nacimiento, enfrentar al invencible en el primer partido de un torneo por eliminación simple por el cual, como su nombre lo indica, el que pierde vuelve a casa. Así que desde el living de casa, mientras alguien decía "pobre Diego, habrá estado a las puteadas cuando vio que le tocó contra Federer"... yo pensaba que tal vez no, que quizás en un arranque de autocompasión y lucidez Diego Hartfield pensó: "qué suerte la mía de poder jugar contra Federer. La leyenda". Sea como sea (ah, sí, perdió Diego, pero dignamente y con fervor) sea como sea, decía, de mi placard brotaron todas mis remeras de Argentina, esas que si vivís allá no te ponés ni loco, y ya me estoy eligiendo el vestuario para cuando vaya mañana al Road Laver Arena a mirar. Búsquenme en la tribuna: voy a estar de remera blanca, gorra escarapela, mirando a alguno de los tres argentinos que todavía siguen en carrera, gritando "vamos todavía carajo!!". En perfecto español.
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