El 17 de octubre los estudiantes en Santiago organizaron una evasión masiva, saltando los torniquetes del Metro para protestar por el alza. El 19 de octubre fue el primer toque de queda. Yo estaba con mi familia en medio de una hermosa ceremonia de Bat Mitzvá, cuyo clima, sin embargo, comenzó a enrarecerse. Solo la mirada serena y sabía del rabino transmitía paz ante los cuchicheos de los feligreses en la sinagoga. De ahí en más, otro Chile. Manifestaciones, “la marcha más grande de Chile”, performances callejeras y pancartas. Y también, desmanes, saqueos (es decir, robos a mansalva), excesos policiales y, por unos días, el surreal escenario de los militares en las calles. Con los días, más y más violencia callejera: los manifestantes ya no eran todos pacíficos. Los “otros” empañan. Dan miedo. Embrutecen el reclamo. Pero, ¿cuál es el reclamo?
Yo voy a hacer mi humilde aporte. Lo voy a llamar “Basta de recuperadores de carros”. Explico: cuando llegué a Chile después de vivir seis años en Australia, fui a Falabella a comprar enseres y todo lo necesario para equipar la casa. Llegué a la sección cocina y estaba eligiendo ollas cuando se me acerca una vendedora. Muy amable, me pregunta qué estoy buscando. Le digo que ollas y sartenes. Me pregunta qué marca. Le digo que no tengo idea, que estaba mirando y recién llegada de afuera. Y entonces ella me observa, y me pregunta:
-¿Pero quién va a cocinar, usted o la nana?
Yo no entendía. Por empezar, en Australia no tenía empleada con el concepto que hay aquí. Venía Susanna una vez por semana durante cuatro horas, en su propio auto, hacia el aseo, y cuando nos cruzábamos intercambiábamos datos de lugares de vacaciones y datos de ofertas de zapatos. Por otro lado, ¿qué tenía que ver quién iba a cocinar? Yo ni siquiera había contratado a nadie, pero para cuando lo hiciera, ¿qué importancia tenía esa pregunta? Eso le dije a la vendedora.
-¿Por qué? No entiendo.
Y me dice, como aprontándose para hacerme una confesión:
-Es que si va a cocinar usted llévese estas -señala marca cara-, pero si va a cocinar su nana lleve estas otras -señala marca barata-... ¡porque ellas no cuidan nada!
En ese momento me generó un sabor muy muy amargo esa declaración. Sobre todo porque percibí que la vendedora sentía una especie de complicidad conmigo. Y ese mismo sabor amargo me genera ya desde hace unos meses la leyenda en la chaqueta de los trabajadores de los Malls, que juntan los carros que dejamos en el estacionamiento (hago me culpa) y reza; “Recuperadores de carro”. Me parece que a aquellos hombres, por un lado, probablemente les asignan otras tareas, y además, como trabajadora de la palabra, no puedo más que notar que esa es una etiqueta que no dignifica. Me dirán que todo trabajo es digno, y es cierto (y recuerdo que mi abuelo Raúl cada vez que alguien decía que le daba vergüenza esto o aquello, él contestaba con sapiencia: “vergüenza es robar”), es decir, es válido intentar ganarse el dinero de todas las maneras lícitas. Pero: “¿recuperador de carros?”. Estoy segura que son mucho más que eso.
En el voluntariado al que pertenezco, que se llama “Contigo”, después de mucho analizar y capacitarnos y discutir y avanzar con ensayo y error, llegamos a la conclusión de que lo que hacemos, y por lo que luchamos y nos esforzamos, es por establecer con nuestros vecinos un vínculo dignificante. Un vínculo dignificante. Eso implica una relación de horizontalidad. Reconocer al otro como par. No, no hay equidad, nosotras tuvimos mejores oportunidades y tenemos una red de contactos y soporte y acceso a bienes y servicios muy superior. Pero cuando nos encontramos con ellos, con quienes queremos equiparar la cancha, nos miramos a los ojos en una línea recta, recta y horizontal, que queremos achicar.
Me dirán que soy naïf. Que el reclamo es por otra cosa. Que el sueldo mínimo, que las pensiones, que la salud. Y yo les digo: sí, pero también, y muy fundamentalmente, la dignidad. A veces no hay maltrato. Pero hay destrato. Una indiferencia que invisibiliza al sujeto o lo considera inferior. Y si no lo veo, si lo considero inferior, le ofrezco las ollas de latón y le pongo el chaleco con la leyenda de “recuperador de carros”. (“¿De qué trabajas papá?”. “De recuperador de carros”...).
Yo no sé cómo va a seguir la situación en Chile. Cada día es una sorpresa. Pero mientras tanto, con cada persona que me cruzo, hablo. Y en el hablar, lo reconozco como par. Y en el hablar, a veces aprendo, y a veces enseño.
Porque al final, todo se reduce a la educación.
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