Ahora que empezaron las clases se me metió en la cabeza la siguiente idea: que no hay mejor manera de empezar el día que estar rodeado de niños. No se rían, lo digo por experiencia propia y con un dejo de nostalgia. Te levantás de mal humor (el otro día, por caso, a las seis de la mañana y con la boca rancia empecé mi día abriendo el grifo solo para comprobar que no había una mísera gota de agua en todo el edificio. Obviamente después de que me había ya puesto toda la pasta dentífrica. Detestable), te da fiaca saltar de la cama, no encontrás las medias, te olvidaste de preparar la cartulina para el colegio, tu nana no llegó, y es lunes, y tenés gente a comer, tu hijo se vuelca la leche -chocolatada- sobre el uniforme inmaculado, anuncian 32 grados y vos te habías preparado las botas nuevas para estrenar. Todo mal. Además, sos maestra y el sueldo es, todos lo sabemos, con suerte digno. Pero: sos maestra... Tu día empieza rodeada de al menos unos veinte niños. Y todos te miran -todos ellos que habrán tenido, o por lo menos muchos de ellos, un comienzo igual de rasposo que el tuyo- te miran y esperan. Sos la fuente. Y ellos, la energía. La química que se genera en esos primeros minutos de tu día de trabajo es un motor potente, lo sé porque fui docente y muchas mañanas ingratas se han trasnformado en un dulce, pícaro y genuino camino sinuoso que los adultos no sabemos ofrecer. A los maestros, ¡salud! A los niños, eternas gracias.
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