No sé
si empezar con esta imagen. Una simple flor decorativa en una pared:
O mejor con ésta:
Una ducha.
O, tal vez, me decida por
ésta:
Sí. Ésta. Es la más emblemática. Veamos,
¿qué ves tú? Sí, correcto: una sala. Una pequeña sala de estar. Recuérdala.
Mírala bien. Fíjate en los detalles. Nada “grandioso”, ¿verdad? Pero espera.
Retén la imagen. La mirarás con ojos completamente nuevos al final de esta
nota. Ya verás.
Ahora
que viste un par de fotos podemos empezar. Goethe decía que pensar es
más importante que saber, pero menos importante que mirar. Y yo acabo
de volver de mirar. Te cuento: todo empezó con una mano de pintura.
“¿Chiquilla, tú crees que podrías ayudar? Mira, sería de gran ayuda pintar este
lugar.” La voz imagínatela como la de una doctora de máxima autoridad en
trasplantes de médula en todo Chile. De una humanidad gigante, también. Y bien
guapa. Es la doctora Julia Palma, jefa de la Unidad de Trasplantes del Hospital de niños Luis Calvo Mackenna. El lugar,
el ala de Oncología del Hospital de niños de Santiago de Chile Calvo Mackenna.
El escenario, un hospital público de primer nivel en cuanto a tratamientos y
equipo médico, pero deteriorado en cuanto a infraestructura. ¿La chiquilla?
Sufro de una amnesia temporal terrible últimamente, por lo tanto dejemos ese
detalle en el tintero.
Se le
pidió ayuda para pintar. Era cuestión de ir con un maestro, que vea, que mida,
que calcule y haga un presupuesto. Conseguir esa plata y listo. Asunto sellado.
Pero no. Ahora imagínate una mente inquieta. Unos ojos bien abiertos. Una
chiquilla que convoca a otra chiquilla (¡pucha, esta amnesia!). Entonces ahora
son dos mujeres las que vuelven a la Unidad de Oncología del Calvo Mackenna. Y
mantienen una nueva conversación, que me la imagino del siguiente tenor:
“Dígame, doctora, cuáles son las prioridades de este sector? ¿Qué les hace
falta? Además de la mano de pintura, claro, eso délo por hecho”… La doctora es
ahora la jefa de la Unidad de Oncología del hospital, Milena Villarroel. Imagínate una mujer
sabia, de una sensibilidad suprema. Y bien guapa también. (Se ve que hay
belleza en el saber entregar). Entonces se armó la lista. Gavetas. Sillas. Sí,
sillas como la gente. Escritorios donde quepan los expedientes, donde se pueda
un doctor organizar. Y mientras escriben, las chiquillas salen a recorrer y
mirar. Mirar. Mirar. Hacen falta lavatorios. Y pintar los portasueros. De amarillo, de rojo, de azul. Duchas. Y decorar las paredes. Hacen falta sillones
acogedores para las mamás que se quedan meses a dormir con sus hijos
hospitalizados. Y sillones confortables para las enfermeras de largos turnos.
Que puedan estirar sus pies de noche, descansar sus espaldas. Y carteles de
acrílico, que reemplacen a estos que son de papel pegados con cinta
scotch (“Sala de enfermeras”, “Baño”, de papel común, raído). Hacen
falta más salas, para atender a más niños. Y celosías en las ventanas, porque el
calor es insoportable y, para paliarlo, han pegado papel de obra sobre el
vidrio. Hace falta un vaso de agua fácil de obtener, y un piso que no deprima.
Hace falta alegría en las paredes, esperanza. Hace falta una flor. Y, no nos
olvidemos, duchas. Ya lo dijimos, pero volvamos: no hay duchas: hay bañeras,
tinas. Pero, ¡oh!, estos pacientitos oncológicos no pueden darse baños de inmersión,
ya que no pueden yacer en aguas estancas. Entonces se higienizan de a partes,
como pueden. Hacen falta duchas. Algo tan simple. Tan íntimo. Y, hablando de
intimidad, hace falta una sala de encuentros con los padres que la pueda
resguardar. ¿Recuerdas la foto inicial? Claro que la recuerdas. Ahora te
cuento: ésa es la sala donde los padres reciben el diagnóstico sobre sus hijos.
Tú estás viendo el “después”. Te cuento el antes: allí había amontonadas cajas,
expedientes, una mesa vieja, papelería, todo muy amontonado y viejo, no había
espacio para más. Ni siquiera para que los papás –ansiosos, temerosos,
angustiados- pudiesen escuchar el diagnostico final no sólo con cierto nivel de
confort, sino con privacidad. ¿Sabes por qué? Porque la pared era una medianera
que no llegaba hasta el techo, entonces las voces salían por la gran abertura,
se escapaban los llantos, las angustias. Era una especie de bodega
abierta.
Antes |
Y ellas lo vieron. Estas
mujeres recibieron del personal del hospital sus requerimientos, agregaron lo
que vieron con sus propios ojos, y echaron la maquinaria a andar. ¿Te estás imaginando una obra titánica? ¿Una campaña profesional de recaudación de fondos con
palabras difíciles y rimbombantes? Rebobina: la lista se lanzó en un simple y
cotidiano email. A sus contactos más íntimos. La compañera de curso del
Instituto Hebreo. La que conoció en el viaje a Israel. Las de su grupo de la
Wizo. Y etcéteras. Tú. Tu tía. Una prima. En la lista había desde una silla de
unos pocos miles de pesos hasta un televisor plasma o un sillón Bergere. Era
accesible a quien quisiera, como pudiera, cuanto alcanzase. Una donó un plasma.
Otra, medio. Otra un lavatorio. Otro un sillón. El de más allá, un escritorio.
Aquél, las duchas. Ella consiguió unos cuadros de Renate que hoy cuelgan en las
paredes y son luz, arte, y curación.
Él se consiguió la señalética. La de más
allá (¿compañera de tenis del EIM? ¿la manicura? ¿ex madrijá de Tzeirei?) donó
una suma equis para la pintura. Ella, que escuchó hablar del proyecto y no
quería dejar de participar, aunque lucha para llegar a fin de mes, donó lo que
pudo. Para el frigobar, ése que se ve en la foto, ¿lo recuerdas? Una taza de
café en el medio del oasis del sufrimiento. Un vaso de Coca Cola. Un té.
De a
poco las chiquillas fueron consiguiéndolo todo. Las paredes y los techos, antes
descascaradas y transmisoras de riesgos por contaminación, ahora lucen
impecables, están pintadas de un calmo color beige y transmiten paz. Y las
llenaron de flores, de pájaros, de adornos divertidos. Los pisos, antes cuadrículas
negras y grises que mareaban, ahora son de un calmo color celeste.
Las
ventanas, antes cubiertas con papel, ahora gozan de protección térmica. Se
puede respirar, y no transpirar. Las enfermeras pueden descansar para seguir
atendiendo con dedicación, en unos Bergere color café que invitan a reponer fuerzas para seguir brindándose.
Las puertas tienen sus manijas nuevas.
Las oficinas de médicos y auxiliares
tienen escritorios a medida, gavetas, estantes, sillas. Un impecable orden. Los
baños tienen finalmente sus duchas. Con masajeador. Las camitas de los niños
tienen en el cabezal un mural de acrílico para que peguen sus fotos, sus
dibujos, y todo lo que los haga sentirse mejor y más acogidos. Además, gracias
a esta renovación se consiguió maximizar los espacios, y hoy la unidad de oncología
duplicó la cantidad de niños que puede atender a la vez (¡de ocho/diez a
veinte!).
Y los padres pueden recibir un diagnóstico de una manera más noble.
Como dijo la doctora Villarroel: “les decimos exactamente lo mismo que antes,
pero ahora pueden tomarse de la mano sentados en un sillón y darse consuelo”.
Ella lo dice así, con esa magia y esa contundencia en las palabras. Nosotros lo
decimos así: “Tikún Olam”, el concepto judío de mejoramiento del mundo a través
de nuestra acción.
Claro
que la lista es la lista de nunca acabar, sobre todo tratándose de un hospital
público que atiende el ochenta por ciento de los pacientes oncológicos
infantiles de todo el país. Entre las infinitas gracias y sonrisas de los
padres y de los pacientitos está Belén, con ojos profundamente negros
y vivaces que tiene su propia listita: ¿se podrán conseguir veladores? ¿y más
camas nuevas? ¿podrán volver esos payasos que nos hacían reír tanto? Y…
¿computadores? Belén entrega la lista y las chiquillas reciben. Perdón: se acercan,
la miran, miran a la mamá, miran a su alrededor. Miran, miran. Y reciben. Belén
sonríe más. Estira los bracitos en su cama y detrás se ve su mural de acrílico
todavía sin estrenar. Las chiquillas le sonríen más fuerte y se van. En sus
ojos ya se ve la maquinaria echada a andar. En sus mentes ya están redactando
el próximo email, haciendo el siguiente llamado. ¿Tal vez a ti?
Entonces
ahora es cuando vuelves a la foto inicial y la miras. ¿La ves con otros ojos?
Yo, por mi parte, acá termino esta nota. ¡Caramba, parece que acabo de hacer un
descubrimiento revolucionario! Escribir cura la amnesia, ¡eso es, ahora lo
recuerdo!: las “chiquillas” son Dalia Rezepka y Jacqueline Paz. Iré corriendo a
registrar mi gran descubrimiento. ¡Lejáim! ¡Salud!
Dalia en acción |
Jackie en acción |