Lo que me tiembla es la mente. El miedo. El departamento convertido en barco, en gelatina, en hamaca de hormigón. Nada puede volver a ser lo mismo después de las 3:34 am del 27 de febrero en que un terremoto me sacudió mis verdades. Saben qué? En el instante ese, curiosamente no tuve miedo de morir. Sentí un terror más profundo: quedar viva entre los escombros, sepultadísima y viva. En el instante ese junté a mis tres hijos y esperé. No había nada para hacer, solo esperar. Henry durmió durante todo el terremoto ("un terremoto no se despierta por otro", bromeamos). A Jeremías lo bajé de su cama marinera; él pensó que estaba en medio de una construcción o de un ataque. Coni fue la única que se despertó solita. Yo estaba navegando en Internet, insomne a la madrugada. El colchón se movía, yo iba a retar a Sergio que dejara de dar vueltas en la cama. De pronto una musiquita. Yo iba a retar a Coni por haber dejado la alarma del celular otra vez a cualquier hora. Pero las vueltas de la cama y la supuesta alarma de Coni resultaron ser el prólogo de un fenómeno que había visto sólo en las películas y en los noticieros. Ahora me tocaba a mí. A nosotros. Cuando todo terminó dije "intentemos bajar". Literalmente. (Tengo memoria fotográfica -¿audiográfica?- para todo lo hablado). Dije "intentemos", porque en mi mente el edificio entero con todas sus escaleras iba a estar en ruinas. Manoteé algo de calzado para todos, algún abrigo y al salir al pasillo estaba mi vecina, desolada y "pilucha" (un hermoso chilenismo). Volví al departamento para prestarle algo de ropa. ¿Pueden creer que inconscientemente me demoré frente al placard para elegirle ropa que combine? Sin palabras, I know, I know.
Y bajamos, yo tenía miedo.
La gran mayoría de los vecinos del edificio ya estaba abajo, en el jardín enorme. Me llamó poderosamente la atención que nadie se hablara entre sí. Las familias o grupos de amigos se amuchaban en círculos pegados y cerraditos, sin contacto con el otro -el otro, el que estaba a medio metro con la misma incetidumbre y el mismo terror-.
Yo sí hablé. Empecé a preguntar a mi alrededor qué harían, si pasarían la noche abajo, si era seguro sacar el auto de la cochera, si tenían señal, qué era lo mejor para hacer en estos casos. Y si necesitaban algo. Me encontré con bastante mutismo. Hemos perdido la capacidad de apoyarnos en sociedad...
Nosotros pasamos la noche en el coche. Una desazón, y después la nada. A la mañana subimos a nuestro piso 9. Parecía la imagen de un robo. Las pérdidas materiales fueron mínimas, sin embargo: la construcción antisísimica de Santiago me ha dejado con la boca abierta. ¡Me saco el sombrero, Chile!
Tengo más para contar y mucho por decir. Pero de a poco. Por ahora agradezco estar viva.