Henry se ha hecho fanático del queso de máquina, ese que viene cortado en fetas. Se lo come, así, solito nomás, a veces doblado, a veces enrolladito en forma de cubanito. Yo, feliz. Él señala la heladera y dice "cheese" y listo. Y a veces, si el queso anda por la mesada, se agarra solito.
Así que la imagen de ver a Henry comiendo su feta de queso diaria no es inusual. Así las cosas, el otro día estaba haciendo empanadas. Mi regocijo era tal por contar con tapas de empanadas listas para usar que hasta daba saltitos de alegría (recordarán que por seis años, en Australia, cero tapa, había que recurrir a sucedáneos o comprarlas lejos cuando uno se acordaba con tiempo). La imagen de la mesada de mi cocina salpicada de los benditos círculos blanquecinos me parecía un cuadro de Picasso. Yo, feliz. En eso salgo un segundo de la cocina a atender un llamadito telefónico.
Y al regresar, lo veo: Henry está comiendo. Le digo, "Henry, what are you eating...?". Me mira, me sonríe con todos los dientes y me dice, señalándome su presa con la boca llena: "Cheese!".
Transformóse mi cara, arranquéle el disco de tapa de empanada con certeza y gritéle, enojadísima, cual si hubiesen insultado a todo mi ser:
-"¡¡¡Gringo culinario!!!"
(Es que, habráse visto, confundir una tapa de empanada -bella, redonda, una pieza arte, un bien preciadísimo y escaso hasta hace dos meses atrás- en una simple y ordinaria feta de queso! Terrible! Una traición.)
(... ¿No se habrán pensado que me iba a preocupar por una posible indigestión? ¿O porque le cayera mal la masa cruda? Ni loca. ¡¡Las empanadas primero!!).