23 agosto 2023

Premio Concurso sobre Inmigrantes por el relato "Bésame mucho".

Era el año 2004 y yo estaba recién emigrada de Buenos Aires a Melbourne. Con los sentimientos de inmigrante a flor de piel -me mostrabas algo de color celeste y blanco y lloraba-, apareció este concurso de cuentos sobre el tema "Nosotros los inmigrantes, nosotros los emigrados". En español! Con mi cuento "Bésame mucho" obtuve una mención honrosa en el certamen organizado por Terra Austral editores y editado en el libro "Cuentos y testimonios del mundo". Me gusta este cuento. Espero que lo disfruten. 


Bésame mucho

José tenía una mujer y un hijo. Un club de fútbol cada vez más lejano y una pasión por el asado que no podía dejar de lado. Por más que supiera que aferrarse a la frase “no hay como la carne argentina” era kitsch hasta el hartazgo, no lograba deshacerse de la sensación de agua en la boca al oler carne asándose con lentitud. Sólo que no lo decía. Y tenía incorporadísima la manía de saludar con un beso. No podía evitarlo, aun sabiendo que ello no cuadraba en un país anglosajón. Por eso, tenía bien elaborada la estrategia: Había que tener siempre un papel tissue en el bolsillo, para el disimulo. Había que evitar pisar a la contraparte, porque ahí sí quedaba todo expuesto impúdicamente. Irremediablemente.  Había, sobre todo, que actuar con altura. La celeridad en los movimientos y los reflejos rápidos eran la piedra basal. Ayudaba siempre tener el pelo un poco largo, para cubrir mas no sea un cuarto de perfil al dejar caer la cabeza hacia abajo, con la mayor naturalidad posible, luego del beso fallido. Y nunca, pero nunca, había que disculparse. Eso era el fin.

La última vez que le había pasado lo manejó tan bien que casi lo arruina todo con una sonrisa triunfal prohibida por el manual no escrito del disimulador profesional. A dios gracias, se sobrepuso con un siempre bienvenido “so nice to see you again” que justificaba cualquier gesto alegre que pudiera haber dibujado su rostro en el saludo.

Ningún inmigrante debería poder recibir su visa sin haber tomado antes un curso sobre “cómo sobrevivir a situaciones embarazosas: ¡salude sin besar!”. Eso pensaba José, a menudo.

Como dijimos, él lo tenía estudiado esto del saludo, del ademán. Primero era cuestión de mentalizarse: algo así como atarse las manos en teoría, y por sobre todo la cabeza y el cuello. Pero si pasaba, y eso era moneda corriente por lo menos en los primeros cuatro meses, había que actuar con la suavidad de una gacela y la ligereza de una liebre.  Primero, bajar la cabeza por completo y agachar el tronco, dejando caer el pelo para cubrir el posible rubor (inevitable en los inmigrantes primerizos o recién llegados). Los brazos son los primeros en aparecer por el aire, para disimular el gesto equívoco de la cara. Llevar varios anillos o pulseras vistosas ayuda a desviar la atención. (De ser hombre el inmigrante puede reemplazar las joyas por algún tatuaje exótico). Inclinado el cuerpo y llevada la atención hacia los brazos, el inmigrante tiene dos opciones: una es continuar con la inercia del frustrado beso y agacharse del todo haciendo el ademán de atarse los cordones. Esta triquiñuela tiene la obvia desventaja de que uno lleve, justo ese día, mocasines o tacos. Allí es cuando se debe echar mano a la estrategia número dos, la cual tiene sus riesgos pero cuando triunfa, es la que garantiza el mayor de los éxitos. Veamos: El latino comete el error de querer saludar con beso y cuando quiere acudir a la opción A, nota que lleva zapatos sin cordón. Su rostro está ya irremediablemente apuntando hacia el saludado, inclinado sobre su mejilla derecha, su boca ya está fruncida en posición de beso, ladeada la cabeza unos doce centímetros hacia la izquierda. Está tan cerca que hasta puede oler la piel del saludado, sentir su respiración. Oler su desconcierto.  La suerte está echada. Oler, oler. Allí está la clave, el quid de la cuestión, la madre de todas las naves. Oler… Entonces sólo es cuestión de actuar con elegancia, y decir -acercándose aún más-: “what a beautiful perfume”. El saludado escucha, el inmigrante se aleja suave pero decididamente. Espera. La suerte está echada. La pelota está en la cancha del adversario. Ya más nada puede hacerse salvo tragarse el beso, tragarse el saludo latino efusivo y abracero, tragarse la fama de fogosos que tienen los latinoamericanos y saludar con un apretón de manos más o menos firme. O con una imperceptible inclinación de cabeza.


José lo tenía bien estudiado el asunto, como dijimos. Después de nueve meses de vivir en la ciudad australiana de Melbourne, y habiendo pasado otro tanto en medio de los ortodoxos de Jerusalén, sus reflejos de inmigrante estaban lo suficientemente aceitados como para no caer en trampas de recién llegado. Sin embargo, sus costumbres argentinas tenían una vida interior propia, latente. Vivían ocultas y camufladas en cada uno de sus gestos, en la expresión de su voz al cantarle a su hijo de cuatro las canciones de María Elena Walsh, en la necesidad de ponerle edulcorante al café, en la ilusión de encontrar un bar abierto a las tres de la mañana lleno de jóvenes o de viejos, o de gente. Sus costumbres argentinas lo dejaban al descubierto y sin defensas, principalmente, cuando había que ponerse la camiseta. En el último Mundial de Rugby, para darles un ejemplo, lloró a moco tendido con el Himno Nacional cuando Australia jugó contra Argentina en un desparejo desafío deportivo: se puso de pie frente al televisor, desentendido de los amigos peruanos, chilenos y bolivianos que se habían reunido a comer (una especie de tarteleta individual rellena con carne, lo más parecido que encontraron a las empanadas)r, y con la mano en el pecho cantó Oíd mortales con el sentimiento que le había conocido a Goyeneche en los tangos que nunca valoró. Ese día, por caso, también se dio cuenta de que ya era hora de aprender el himno local. 

José tenía también la costumbre de la torta de Chocolinas. Y justo se acercaba el cumpleaños número seis de su hija Lola. Su mujer ya tenía un esquema perfectamente estudiado para fiestas de este estilo: Sándwiches de miga, salchichitas de copetín, medialunas con jamón y queso, empanadas de carne, y torta de Chocolinas. No tan caro, no tan sofisticado, pero no quedaban ni las miguitas. Recordaban siempre que el año anterior, cuando se disponían a despatarrarse en un sillón y disfrutar como se suele hacer al retirarse el último invitado, lo único que había quedado en pie había sido un resto de sándwich mordido de jamón y morrones y medio vaso de Coca. That’s it.

Pero este año la mano venía más complicada. Los nueve meses que habían pasado desde la llegada no les había alcanzado a los Soner para encontrar los equivalentes en el supermercado australiano, a sus objetos-fetiche del Carrefour de Mansilla y Bulnes en pleno barrio porteño de Palermo: la manteca era siempre o muy salada o muy sosa, la leche muy aguada o demasiado cremosa, la mermelada muy azucarada, la tapa para tarta cuadrada en vez de redonda, los ravioles carísimos, las salchichas extrañas y las medialunas gigantes. Por no mencionar el tamaño exagerado de las sandías y el gusto a medio camino de las batatas. ¿Y cómo puede ser que no exista el queso blanco Mendicrim?  Tienen la góndola poblada de los más variados e inimaginables tipos de manteca y no tienen ni un mísero ejemplar de queso blanco. Y la mayonesa, qué gusto raro. Anyway.

Salieron José y Maria ese día temprano para ir junto al Coles. Maria trabajaba como maestra de español y José en un negocio de grandes proporciones que vendía, en las dos manzanas que ocupaba, solo accesorios para aspiradoras. Dos manzanas completas solo para vender filtros, mangueras, bolsas de repuesto y más filtros. Que extraño, pensaba José. “Para nosotros”, contestaba siempre Maria. Sí, claro, para nosotros, afirmaba José no muy convencido. Y siempre el mismo diálogo, mas o menos sábado de por medio, cuando salían a hacer las compras, a solo una cuadra, pero con el auto.

Ese día flotaba en el aire un viento exótico. Eran las nueve, el pronóstico decía parcialmente nublado y vientos leves a moderados del sur. Llevaron abrigo y sandalias, porque “si no te gusta el clima en Melbourne, esperá cinco minutos”, aprendieron al llegar. Se subieron al auto automático y grande, José a la derecha para manejar, lo cual todavía no dejaba de sorprenderlo (si todavía, cada vez que veía un perro o un niño en el asiento delantero izquierdo, le tomaba unos segundos reponerse de la sorpresa y entender que el volante está en realidad del otro lado, y que los perros no manejan tampoco en Australia...).

-¿Qué te pasa?

-Nada.

-¿Y por qué esa cara, entonces?

-No, nada. Qué se yo. El cumple.

-¿Qué pasa con el cumple, María?

-Nada. La torta.

-¿Qué pasa con la torta?

-Nada. Qué se yo. Las Chocolinas.

-¿Qué pasa con las Chocolinas?

-Nada, nada. Pero el Mendicrim.

-¿Qué pasa con el Mendicrim, María? ¡Y no me digas “nada, nada’ y “qué se yo”, hablá de una vez!

-No, nada. Digo, bueno, qué se yo. Es que no hay, entendés, no hay nada como la gente acá, no hay un mísero paquete de Chocolinas y ni un mísero pote de queso blanco para hacer una simple torta de cumpleaños para una nena de seis, ¿entendés? ¿Cómo puede ser, eh, decíme? ¿Qué tienen en la cabeza estos australianos, eh, decíme?

José calla. María solloza. Desvía una lágrima con la manga de la camisa.

-María.

-Qué.

-¿Te calmaste?

-Sí. Ya está. Pasó.

-Vení, dale. Vamos a la góndola de las galletitas. Las de Arnot no quedarán tan mal, ¿no? Las de chocolate, digo. Y mirá, ahí están los quesos. ¿Qué te parece el Philadelphia? Puede andar, ¿no? 

-Sí, supongo. Ah, mirá. Ahí hay está la góndola de Nestle. Llevo dos latas. Mejor tres. A la gorda le fascina con mucho dulce de leche. ¿Cuánto tiempo dijo tu vieja que había que hervir la leche condensada?

-Hora y media. Con la lata cerrada. Pero déjalas menos, ella siempre exagera.

Pagan. Salen. María quiere manejar, se siente mejor. Compraron todo para la torta y consiguieron unas salchichitas muy ricas y unos panes bien finitos para los sándwiches de miga, que este año serán caseros. Queso de máquina y mayonesa de verdad. Las empanadas las reemplazaron por fruta, que es más sano. Y bueno, algo hay que ceder.

José siente paz. María saca la llave, baja las bolsas del auto y prende el televisor. Lo hace automáticamente desde hace nueve meses, para acostumbrar el oído. Conoce la programación de memoria. Prefiere la tele a la radio por la compañía, por los colores. Y porque le gusta el presentador de las noticias del siete. No entiende todo, pero cada día, le dijeron, aprende una palabra nueva, o dos. Por la edad. Lola será bilingüe en poco tiempo, le dijeron.  “Sí, si ya me corrige la muy pícara. Se sabe todos los nombres de los animales y yo todavía no me puedo aprender el nombre de la remolacha ni diferenciar los distintos tipos de lechuga en la góndola de las verduras”.

Suena el timbre. 

-¿Vas?

-No, dale, abrí vos que estoy guardando todo en la heladera. Y tengo que vaciar el dishwasher. Te digo, todavía no sé si me ahorra tiempo o me complica más, este aparato. Dale, abrí vos please que debe ser Jayson.

Chirría la puerta. Se escucha una emoción. Un silencio efusivo. Un llanto reprimido. Se escucha un abrazo.

-¿José? ¿Quién era?

Calla José. 

--¿José?

Silencio.

Decide ir, María. Camino a la puerta ve una escena increíble. Se refriega los ojos, enfoca nuevamente y, de pronto, sonríe. Ve a José. Ve a Jayson. Ve a José y Jayson abrazados, efusivos, compartiendo una emoción. Un saludo atípico para el lugar.

-What’s going on here?, abre María el diálogo

-No, nada. Jayson vino a saludar. He came to say goodbye. Se va, Jayson. 

-Oh, are you moving? Where? Which suburb?

Jayson sonríe.

-No, María. Se va. Se va del país. Emigra.

-Oh, I see... Traga María una saliva medio amarga. Justo los únicos amigos locales que se habían hecho, están ahora con las valijas hechas.

-¿Y aa dónde se van? Where are you going to live?

-Chile. Santiagou. Unbelievable, isn’t it? You came here, I go there..

Sonríe, María. Traga saliva, José. Se afloja, Jayson

-¡Venga un abrazo, amigo! Give me a hug. You need to start practising

Ríen. Se abrazan. Lo besa, María. Devuelve el beso, Jayson.

The latin way. That’s it.♦





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