A este cuento le tengo particular cariño. Fue finalista en el concurso "Hijos de la pólvora" organizado por Latin Heritage Foundation en 20011, en Australia. Fue publicado en la antología. Espero que se deleiten:
Tal vez porque añoraba los días en que vestía guardapolvo blanco, a veces incluso almidonado. O porque ya habían pasado cuarenta años desde su debut. Tal vez porque no lograba acostumbrarse a la falta de puntero, de silencio, de respeto. Quizás porque el pizarrón había evolucionado, y la tiza no era sino un recuerdo de dedos manchados en puro polvo inodoro, hace tiempo. Salvadora quería repetir momentos y lecciones, instantes de su vida congelados en la memoria que comenzaba a marchitarse, enrulándose en los espirales del humo de las décadas.
Hoy no estaba particularmente de buen humor. Ni de mal humor. Hoy no estaba, en realidad, de humor alguno. Ausente de su propia mente apagó el despertador redondo con patas presionando el botón chillón antiguo. Los primeros instantes de silencio que siguieron al silencio fueron eternos. Se preguntó cuántas veces había repetido este movimiento automático, cuántas veces había preferido que no sonara, cuántos días de su vida de maestra habían transcurrido en su vida de persona, y cuántos días de su vida de persona habían transcurrido en su vida de maestra. Casi no podía separar una identidad de la otra. Ella era la Señorita.Silente. Salvadora Silente. El nombre de pila - ¿cuántas veces lo escuchó en boca de otros en las últimas cuatro décadas? Al principio, en sus primeros pasos, la llamaban Salvadora. Nombre raro, pero pacífico. Era joven, larga de pelo y aún sonreía y tenía ideales y creía en la Declaración de los Derechos del Niño sancionada unos diez años antes de su graduación. Tenía fe sincera en el poder educativo y formativo de la Escuela, respetaba a sus superiores y enseñaba con convicción la Revolución de Mayo y las doce máximas de San Martín. Entonces todos la llamaban Salvadora, o Salva. Ese sabor dulzón le duró unos cuatro años, tal vez cinco, hasta que un día, como si se hubieran puesto todos de acuerdo, comenzaron a llamarla Señorita Silente. Por entonces le gustaba, le daba cierto aire de importancia, le hacía sentirse alguien. “Señorita Silente, la esperan en la dirección”, “Señorita Silente, la busca el alumno Ramírez”. “La Señorita Silente tomará examen recuperatorio en el salón principal a las ocho y cuarto”. Y ella iba, venía, disfrutaba, saboreaba los frutos del título –provisorio- ya que según sus sueños y planes algún día se convertiría en Señora y nunca en viuda, porque su mente le negaba siquiera la idea de morirse antes. Ya había sufrido en carne ajena el abismo de la viudez: su madre, Vda. de Silente desde tempranísima edad, levantó un monumento al ostracismo y a la depresión después de la muerte de su marido, y sumió la casa en la que vivía con Salvadora en el más triste, lúgubre y desabrido de los hogares. Por eso se juró ella no morirse antes. Sólo que, por más que quisiese cumplir con semejante voto, no pudo siquiera esforzarse, ya que nadie se cruzó en su camino que le hiciera cambiar el mote de Señorita por el de Señora. Y así, año tras año, el mismo guardapolvo blanco vestía Salvadora sin siquiera tener necesidad de bordarlo otra vez. El único motivo por el cual debía encargar en Uniformes Leonor, con despareja regularidad, uno nuevo, era el aplastante paso del tiempo que le agregaba centímetros a su cintura y cientos de gramos a su progresiva redondez.
Salvadora respiró hondo, bajó un pie, luego el otro – le pesaban como plomo hoy- agarró los anteojos a tientas, se los calzó en el canal profundo que ellos le habían labrado a lo largo de los años entre sus cejas negras tupidas, sobre la nariz aguileña, y se sentó en el borde de la cama. Miró las uñas de sus pies mitad amarillas, mitad transparentes y se lamentó de sí misma. Miró el camisón de abuela que llevaba adherido a su piel arrugadita, y se olió ese vaho a casa vieja y naftalina que siempre temió. Sobre su mesita de luz estaba el velador con tulipa renacentista que comprara con el último aguinaldo –el mismo no alcanzaba para comprar el par, y de todos modos ella no lo necesitaba-. Prendió la escasa luz, volvió a respirar, y se prometió no llegar tarde justo en su último día en el Normal, cuando todos la estaban esperando para “la fiesta del retiro”. ¡Pues qué fabuloso eufemismo! Retiro sonaba a elección, a me retiro por propia decisión meditada, me retiro por conveniencia, me retiro porque ya gané lo suficiente en la ruleta y me voy triunfante y a tiempo. Cuando en la mayoría de los casos el retiro era un alejamiento vergonzoso, lastimoso, por la puerta de atrás. Un empujón al abismo sin anestesia. ¿Es que no estaba ella lo suficientemente preparada, calificada, lúcida y, por qué no: vigente, para seguir aún parándose frente a un grupo de mocosos desuniformados para darles unas míseras clases de historia contemporánea? ¿Es que no podía ella, la Señorita Silente, seguir tomando pruebas escritas no innovadoras pero eficaces, seguir tomando de memoria los nombres de las capitales de los países y el crecimiento de la población mundial? ¡A la miércoles con el revisionismo, el post-revisionismo y demás! No en vano se había graduado con honores en la Universidad estatal, sin haber “comprado” ningún examen ni haber sido aplazada nunca jamás. ¿Sólo ese número hueco en su documento de identidad era motivo suficiente para decretar su muerte profesional? Sonrió al pensar en este término (porque si bien Salvadora era profesora nacional de Historia, siempre se deleitaba con los juegos de las palabras en el lenguaje cotidiano, y en el lenguaje más íntimo de los riquísimos soliloquios). “Muerte Profesional”, sonrió y dijo, en voz alta. Muerte Profesional. Entonces supo, gracias al sonido envolvente y seductor de estas dos palabras juntas, que había encontrado la solución. Y festejó.
Lo primero que debía hacer era constatar con cuánto tiempo contaba: eran las seis y dos, por lo tanto tenía unas cuatro horas por delante, ya que el acto-fiesta-despedida estaba anunciado para las diez de la mañana. (Sí, es cierto: tres horas y cincuenta y ocho minutos para ser exactos, pero Salvadora no tenía ganas de ser tan estúpidamente exacta esa mañana). Se levantó de un salto, con una súbita energía, y buscó en su libreta vieja de teléfonos -amarillas las hojas hasta casi deshacerse- el número de aquél compañero de estudios de sus primeros años, ése que era medio excéntrico y medio tímido, con huecos en vez de ojos y de andar encorvado. Creyó recordar que su nombre era Lisandro pero no estaba totalmente segura. Con sólo Lisandro como dato vago no llegaría a ninguna parte, y le llevaría horas encontrar su número, ya que desde chica tuvo siempre la costumbre de guardar teléfonos y direcciones por apellidos y no por repetidos nombres de pila. Decidió esforzarse, adoptando el método fastidioso pero eficaz que le enseñara su madre: Con A: Abad.., Abed…, Aber…, Aca.., Ada... Ague.. Agui… ¡Aguirre! Dios se había apiadado de ella esta vez, ya que no hubiese resistido el desfile balbuceado por todo el abecedario. Dios bendiga a Lisandro por llamarse Aguirre. Buscó con dedos temblorosos en la A el apellido tan común y lo encontró al margen de la última hoja disponible para esa letra. Curiosamente, estaba escrito en rojo, color que ella nunca usaba en las libretas de direcciones ya que lo reservaba única y exclusivamente para corregir. Lo consideró una señal. Se disponía ya a discar (literalmente, ya que Salvadora no contaba aún con teléfono digital, y usaba el de la vieja Entel, naranja y gris) cuando notó que la cantidad de cifras no correspondía con la utilizada actualmente. Pensó, contando infantilmente con los dedos de su mano, en su propio número telefónico, y entendió que a lo largo de todos los años en que Lisandro había sido sólo una anotación en su agenda, se habían agregado dos cifras más a los números habituales. Consultó en el 110 y una voz empresarialmente seductora le completó el dato necesario para acceder a su amigo olvidado, mutilado en número, como si mutilado estuviera también él. Marcó decidida, pero antes de escuchar el primer ring colgó el auricular, pues, al fin y al cabo, ¿qué le diría? “Hola Lisandro Aguirre, soy Salvadora Silente, si sigues trabajando en la Morgue te agradecería me facilitaras un cadáver”. Se rió de lo ridículo de la frase y de la situación y después de hilar en su mente un argumento sólido volvió a discar. El corazón no le latía: se le detuvo, si eso es posible, durante los instantes en que no le dio ocupado, pues eso era ya cosa del pasado. A los cuatro ring atendió la voz, idéntica a cuatro décadas atrás, de Lisandro.
-¿Hola?
-…
-Hola. ¿Hola? Hable.
-…
-¡Hable! ¡Hola! ¿Quién habla? ¡Hola!
-Buenos días, quisiera hablar con Lisandro. Perdón: con el Señor Lisandro Aguirre. Mi nombre es Salvadora…
-…Silente!
El corazón le bombeó sangre a velocidades inusuales y tardó varios segundos en recuperar el hilo de su estudiado argumento al sentirse reconocida de súbito por un viejo compañero de estudios en escasos dieciocho segundos de charla. Claro, era estúpido no tomar en cuenta que con semejante nombre no podía haber muchas otras, pero igual.
La charla siguió sinuosa y transcurrió a tientas y lisa hasta que Salvadora, sin tiempo que perder, le preguntó, a contrapelo de su plan:
-¿Sigues trabajando en la Morgue Judicial, Lisandro? Pues estaría necesitando un favor.
-En cuarenta y dos años no he faltado ni un solo día.
Arreglaron el retiro del cadáver por la puerta de atrás, la de Viamonte, que era la que usaban los estudiantes de Medicina para robarse parietales, fémures y costillas para practicar para sus exámenes. No era mucho lo que le daban a Aguirre de coima pero todo sumaba. Cuando los tiempos se ponían difíciles, él los amenazaba con denunciarlos “a las autoridades”, así, en forma genérica, a sabiendas de que en la Argentina de cualquier época el término intimidaba. Entonces los universitarios se ponían, a regañadientes, con unos puchitos más de billetes de cinco y él, Lisandro Aguirre, era un poco más feliz hasta fin de mes.
Se encontraron a las seis cuarenta, ya que ella vivía desde siempre en el centro -fuera lo que fuese ese nombre bastante vago que abarcaba desde la Plaza de Mayo hasta Balvanera y aun, para algunos, Villa Crespo-. No tuvo tiempo de pensar en maquillarse pero arañó unos trapos bastante coloridos que le sentaban bien sin rejuvenecerla (de todos modos, ¡cuál sería la importancia de un rejuvenecimiento, de, digamos, diez o veinte años, si habían pasado ya cuarenta!). No sabría decir ella si lo reconoció enseguida o no, ni siquiera si se saludaron de manera cortés, formal, o distanciadamente. Cuando no hay tiempo que perder ésos son sólo detalles nimios y sosos. No se besaron, eso se lo acordaría. Tal vez una inclinación antigua de cabeza, quizás un apretón de manos, a lo mejor un abrazo de camaradería. De todos modos, subieron enseguida a la cámara frigorífica. En el camino él la puso al tanto de los pormenores: a la vieja (“perdón”, se corrigió cuando ya era tarde: “a la señora”) la habían traído esa madrugada, de Puente La Noria. Estaba muerta al costado del camino, agazapada como un fiambre (“perdón” –otra vez- “como un animalito”). ¿Edad? Sesenta, tal vez un poco menos. Tez blanca, arrugas en la frente, brazos fláccidos, estatura mediana y contextura generosa. ¿Si usaba anteojos? Ni idea, cuando llegan a mí ya no tienen nada, los buitres les sacan todo, hasta los dientes de oro. A mí me llegan pelados pelados los fiambres (“Perdón, es la jerga de la profesión, perdón otra vez”). ¿La nariz? Así, como curvada para abajo. Sí, sí, aguileña, ése debe ser el término. ¡Si siempre dije que tenías que ser profesora de Lengua y Literatura! Qué increíble, aguileña, sí. Exactamente eso: “nariz aguileña”.
Para cuando llegó el momento de levantar la sábana, Salvadora sentía que conocía a la pobre vieja de memoria. Se sorprendió de descubrirla un poco más estrecha de lo que la imaginaba, pero con el escaso tiempo disponible se aseguró a sí misma de que nadie notaría la diferencia. Sacarla de la Morgue no sería problema, como ya le había anticipado Lisandro, y por lo del cajón sólo tenían que hablar con Santucho, el de Chacarita, porque con el de Recoleta se complicaban “las tarifas”. El tipo había elaborado, a lo largo de su trabajo como sepulturero, un cuidado plan de seguimiento de visitas de familiares, habiendo llegado a predecir con aguda exactitud cuándo dejarían los mismos de concurrir al cementerio –cansados de rutina a cuál más infructuosa- , dejándole carta libre a él para arrasar con mármoles y ataúdes, los cuales vendía en el mercado negro por buenos pesos. Santucho era fácilmente ubicable ya que contaba, las veinticuatro horas, con teléfonos celulares que habían sido adquiridos, obviamente, en mercado de igual color.
A la vieja la trasladaron en el auto de Lisandro, acostada en el asiento de atrás a pedido de Salvadora, que aún sabiendo del estado irreversible de la mujer se negó a trasladarla en el baúl por una incómoda sensación ajena de asfixia. La envolvieron en una sábana verde de tan blanca y la cubrieron con hielos en rolitos que tomaron, también, de la Morgue. Era increíble cómo se entendían los antiguos compañeros de Facultad después de cuarenta años de no verse. Habían cursado juntos las primeras materias y habían trabado una amistad respetable. El tenía memoria auditiva y ella memoria fotográfica. El podía repetir la clase entera, imitando las entonaciones y hasta pausas del profesor disertante. Y ella tomaba apuntes a la velocidad de la luz, lo que le permitía luego, con sólo leerlos, retener en su mente la clase como si la estuviera leyendo. Eran una dupla interesante, pero su amistad no resistió el alejamiento repentino al que se vieron forzados luego de que las autoridades universitarias decidieran sugerir a la familia Aguirre que su hijo no estaba apto para los estudios superiores. “Facultades alteradas con intervalos lúcidos” rezaba la carta. Lisandro abandonó los estudios con la cabeza gacha, y Salvadora no atinó a continuar con una relación que le quitara tiempo al eje central de su vida de veinteañera: el Profesorado. Sin embargo, por esos instantes curiosos del destino, y por obra y gracia de una pura casualidad, Salvadora se topó al poco tiempo con Lisandro en la boca del Subte B un lunes de lluvia patinoso, se dijeron hola cómo estás bien y vos me alegro bueno bárbaro anoto tu teléfono; ella tomó de su bolso una de las tantas biromes rojas que compraba por ese entonces con compulsión, y anotó al margen de su libreta los datos en los que no volvería a reparar hasta cuarenta años después.
Lisandro manejaba ensimismado, un poco abstraído, un poco curioso, un poco feliz. No estaba totalmente convencido de que lo que hacía no estaba mal, pero tampoco la idea lo atormentaba en demasía. Salvadora sólo tenía ojos para el reloj y, de vez, en cuando y de reojo, para la vieja de atrás. Le quedaba aún tiempo suficiente para ir a su departamento, vestir al cadáver con sus ropas, buscar el ataúd, meter el cuerpo, llevarlo a donde su madre, autoenviarse una corona, avisar en el barrio y, lo más importante, avisar en el Normal. Su madre estaba tan artero esclerótica que aunque le organizaran el velorio de su única hija delante de sus ojos en su propia casa, juraría que ella no vive allí y que nunca parió hija alguna. Salvadora se preguntaba quién atendería la llamada en el colegio. ¿Andrade, el de Administración? ¿O Celina, la Secretaria? Le gustaría ahorrarle el mal trago a la pobre, ya que era la única que la trataba como a una vieja maestra y no como a una maestra vieja. Pero seguro atendería ella con su habitual Buenos Días, Normal 10 ¿con quién desea hablar? Y allí ella lanzaría la noticia. ¿Le reconocerían la voz? Pensándolo bien, mejor le pediría un último favor a Lisandro.
Lisandro Aguirre anota con parsimonia. Cuatro cinco siete uno cuatro dos siete dos.
-¿Y quién digo que soy?
-El encargado. Alberto. Es el encargado de mi edificio. Decís que sos el encargado y que hoy no podré concurrir al trabajo porque me he muerto. Bueno, con más delicadeza, claro está. Que sufrí de un ataque cardíaco, que me has encontrado tirada en la puerta del ascensor, vino la ambulancia y ya era tarde. Estaba muerta, completa, lisa y llanamente muerta.
-Como la de atrás.
-Sí, como la de atrás. Sólo que eso no lo decís, claro.
Se rieron, por primera vez esa mañana, y esa risa juvenil animó a Lisandro a preguntar los motivos de semejante acto de locura en una respetable profesora de Historia del Normal 10. Hasta ahora había ahogado la pregunta. Temía a la respuesta.
Salvadora tragó saliva, por un instante arrepintiéndose de haberse embarcado en la concreción de un pensamiento fantástico, y miró por la ventanilla. Las cuatro décadas de profesión pasaron delante de sus ojos en una ráfaga violenta, como si realmente se estuviera muriendo y la vida, enlatada, desfilara delante de sí. (Eso cuentan los que mueren pero no mueren, y viven para contarlo). En los pocos kilómetros que restaron hasta su edificio, relató ella en voz monótona los sufrimientos de una vida dedicada a “la civilización de los bárbaros”. Bromas de mal gusto del alumnado, salarios pobres, reputación destruida, falta de presupuesto, falta de dignidad, presiones por parte de los padres, presiones por parte de las autoridades, desprecio por doquier, bastardeo inhumano, intolerable, letal. Y, sin embargo, la pasión. Pasión por el alumno que un día, finalmente, aprende algo. Pasión por la transmisión del conocimiento, por la aprehensión invisible del saber. Pasión por un día de un año en que un graduado vuelve, tímido, a decir gracias. Y sin embargo, a su vez, el retiro. La jubilación. El retiro obligatorio a la edad decretada de la vejez. Retiro mutilante, descarnado. ¿Por qué debería ella, la Señorita Silente, terminar el último día de su vida de docente en una patética fiesta de despedida, donde algunos la mirarían con lástima, algunos la aplaudirían un poco, y todos, sin excepción, la olvidarían? No: ella no les daría el gusto.
La llamada la atendió Celina, como era de esperar. Fue lo único que lamentó Salvadora al enterarse. Sobresalto, expresiones habituales de sorpresa y adrenalina. Que cómo fue, que dónde estaba, que pobrecita, que justo en el día de su jubilación, que dónde la velan. Y las corridas. Los chimentos. La gran noticia-anécdota del día en el Normal: “Se murió la de Historia” “Justo en su último día en la escuela”. “Sesenta, sesenta y pico, sesenta largos, creo.” “El encargado la encontró en el ascensor”. “Del corazón, un ataque fulminante”. “En fin”. “Es que se habrá emocionado, la vieja”. “Y sí, después de cuarenta años, qué querés”. “En fin”.
Lisandro no le cobró nada por la gauchada. Compenetrado con su papel, hasta lloró en el velatorio del cadáver NN, convencido de que era en verdad Salvadora la que yacía. Unas decenas de personas acudieron a dar el último adiós a la Señorita Silente, con congoja fingida algunos, con sorpresa otros, con inercia todos. Desde la otra habitación, Salvadora espiaba su velorio. Qué perfección. Qué espanto. Qué Muerte Profesional. ¡Cualquier cosa, prefería, antes que la fiesta de jubilación! ¡Cualquier cosa, antes que el acto de retiro!
Aun el retiro mismo.
“Adiós, Lisandro, nos volveremos saber. Serás el único en saber dónde encontrarme” escribió Salvadora, en prolija letra azul antes de irse, en puntillas, de su propio velorio. Depositó la nota en el bolsillo del saco raído que él había colgado del perchero en la sala de recepción y, envuelta en una manta, tomó su guardapolvo blanco y partió, lanzando un beso al aire para su madre mentalmente ausente. Tomó un taxi.
-Al aeropuerto de Ezeiza, joven.
-¿Por la autopista, señora?
-Es un día muy hermoso hoy, no llevo prisa. Tome la lateral.♦
Daniela Roitstein