Voy a comprar perchas blancas, simples.
-Hola señor, ¿qué tal? ¿Me podría indicar dónde están las perchas?
El empleado de Walmart me mira muy serio.
-Para colgar la ropa.
-¡Ah! Pinzas -me dice-. Y me acompaña al pasillo de las supuestas perchas.
-No no -le digo- esos son broches. Yo necesito perchas. ¡Colgadores! -exclamo triunfante, porque me acuerdo que así les decíamos en Chile-. Sonrío feliz. Pero el empleado de Walmart me mira igual de serio. No son perchas. No son pinzas. Porque sus pinzas son mis broches. Y los colgadores de Chile no sé lo que serán en México pero claramente no tienen nada que ver con algo doméstico. Lo vuelvo a mirar. Respiro.
-Lo que se usa para colgar la ropa en el closet -y no sé por qué dibujo una camisa en el aire.
-Ganchos -me dice.
-Bueno. Ganchos.
-Venga por acá.
Y voy (porque el mexicano es muy servicial. No me va a decir “pasillo 7” y dejarme a la deriva no, no, me va a acompañar y así lo hace). Suspiro muy aliviada. Ahí están las perchas. Compro ochenta.
¿Qué más compro los primeros días de venir a vivir a México? (¿Qué comprarías vos?).
Una tostadora. Y una pava eléctrica. Por algún motivo eso me hace sentir en casa, me arraiga, veo esos artefactos y respiro un café caliente a las ocho de la mañana, un pan con queso universal.
Y qué más.
Un tender. Jabón para lavar la ropa. Una esponja y un detergente.
Y café. Me demoraría horas frente a la góndola del supermercado para decidir la marca si no fuera porque siempre termino comprando el mismo café que me regalaron de bienvenida en el departamento al llegar. Y la misma leche. Por eso en Australia me casé para siempre con la leche Rev y aquí parece que le debo lealtad a Lala.
Hay algo muy hermoso en llegar a un departamento temporario en el que la gente que te recibe te llena la heladera. Claro, eso es una ínfima forma de decir. Frutas, chocolates, aceite, cereales, y más y más y más. Y una cartita de bienvenida. Y el café, y la leche. Y son las primeras marcas que ves en tu departamento nuevo, y te entran por la retina y como fueran elegidas en un momento de amor y vulnerabilidad, te las quedás para siempre.
Y qué más.
Querés elegir bien los vasos así que por ahora compramos descartables. Y cuatro tenedores, cuatro cuchillos, cuatro cucharas, porque el resto viene en el barco y falta poco como para que justifique adquirir toda una cuchillería nueva, pero falta mucho como para andar sin nada. Y en el barco vienen también los libros, las fotos. Eso lo dejamos a un costado de la mente. Que no ocupe lugar.
Y qué más.
Lo banal: la peluquería. Las manos. Parece que uno no termina de arraigarse hasta que no se corra el pelo, o se hace unos reflejos -ojo: se dice “luces”- por primera vez. Esa es una meta a alcanzar, en donde ya te emepzás a manejar como un local.
Y qué más.
El primer Shabat. Nosotros tuvimos ayer nuestro primer Shabat en el departamento nuevo. El vaso de kidush es de plástico, la jalá es una baguette, el salero es el comercial, las velas nos reconfortan. Nos reímos porque estamos sentados en la mesada de la cocina.
Y qué más.
Las costumbres locales. Aprenderlas. ¿Propina sí o no? ¿Diez, quince, veinte, cuánto, a quién? La comida se sirve en la bufetera, el agua de la canilla no se debe tomar, la edad no se pregunta, el Uber funciona igual.
Y qué más.
Los amigos. No saber quiénes serán. No poder detectar si esa persona que estás conociendo hoy va a ser tu amigo íntimo de dentro de unos años. Si esa chica que hoy es distante va a terminar siendo tu Gisela, tu Viví, tu Moni, tu Kary, tu Marce, tu Sil, tu Ruthi, tu Patri, tu Ofra, tu Chantall.
Y qué más.
Esperar. Gozar. Maravillarte con el juguete nuevo que estás abriendo. Permitirte dormir con un colchón en el suelo, perderte en la ciudad, confundirte el billete de cien con el de diez, comprar un queso que resultó ser horrendo, aprender dónde se tira la basura y si es que hay que reciclar; colgarte del Wi fi del shopping hasta tener señal y preguntar, preguntar, preguntar, mucho y a todo el mundo.
Y volver a esperar.
Migrar es esa mirilla pequeña por la que mirás el mundo por primera vez. Primero ves todo como una línea finita, angosta y limitante. Pero si esperás lo suficiente ves el mundo vasto, vasto y fascinante, a tus pies. Y está padrísimo.